Leo una reciente noticia sobre un nuevo estudio que concluye que los adolescentes y jóvenes de hoy en día son menos felices que los de hace tan solo unos años.
A juicio de sus autores, la causa de tal “infelicidad” podría estar en el uso de los telefónos móviles y las redes sociales.
Lo argumentan diciendo que este descenso se ha registrado en los años posteriores a la generalización entre los “millennials” de los smartphones y su presencia cada vez mayor en las redes.
Sin rechazar los efectos beneficiosos del uso de estas nuevas tecnologías, que los hay, comparto la impresión de que esté también generando cierto sentimiento de frustración e insatisfacción entre ellas y ellos.
Primero, por aquello de querer tener cuanto antes el móvil de turno, con la siempre justificada razón de que “todos mis amigos y compañeros de clase ya lo tienen” y, después, una vez con él en sus manos, por entrar en un mundo de comparaciones continúas con personas de cualquier lugar cuya vida siempre parece que es mejor que la de uno.
Modelos, cantantes, actores, amigos, conocidos, personas anónimas por doquier… que muestran siempre su «lado bueno» delante de la cámara, y que pueden llegar a generar en la mente del joven aquello de “ojala yo fuera así, ojalá tuviera lo que tiene él”.
Si los tiros van por ahí la solución se antoja complicada porque a estas alturas del partido a ver quien le dice al niño que va a ser la “oveja negra” de clase”.