Ecuador fue sacudido por un devastador terremoto hace unos días. Con él, 659 personas perdieron su vida y miles resultaron heridas.
Como todas, cifras frías y sin alma que oímos machaconamente durante algunos días en radios y televisiones, y luego olvidamos para preocuparnos por la “normalidad” de nuestros problemas del día a día.
Ancianos y niños llorando, madres sin hijos, casas destruidas y pueblos olvidados. Instantáneas “fugaces” que no suelen almacenarse en el disco duro de nuestros pensamientos.
Las imágenes de Ecuador me traen a la memoria las de otras tragedias pasadas. Algunas motivadas por la ira de la naturaleza y otras por la de las personas.
Seres, los humanos, supuestamente lógicos y racionales, que, en ocasiones, parecemos mucho más interesados en derribar la casa que nos da calor y protección a todos, sin pensar que otras generaciones tendrán también que tener un lugar donde cobijarse .
Después de la tragedia volvemos a escuchar palabras como esperanza, reconstrucción o renacimiento de un país, pero también otras como retrasos, incapacidad, desconfianza… la cara y la cruz de una moneda tirada al aire que no ha llegado aún a ninguna mano protectora.
El seísmo de Ecuador me ha recordado que la vida es ayer y hoy, pero no sabemos si mañana. Una verdad que debería servirnos a todos para construir, en lugar de destruir, sumar y no restar y, en definitiva…respetar lo que nos une y querer lo que nos hace mejores.